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La música que inspiró Neimhaim (2)

Aquí os descubro otras tres canciones que me inspiraron tres escenas muy importantes de Neimhaim, creo que os impactarán todavía más que las primeras.

Confieso que me da cierto pudor desvelarlas, porque ha sido algo muy íntimo para mí durante mucho tiempo, he soñado con estos pasajes cientos de veces, cada vez que he escuchado estas canciones.

Como decía en la primera entrega sobre la música de Neimhaim, era la música que yo escuchaba en los 90 la que alimentó mi imaginación, algo muy diferente de la música que escucho ahora, más étnica y escandinava, mientras escribo la segunda saga de Neimhaim, que se situará 20 años después de los últimos sucesos ocurridos en Los Hijos de la Nieve y la Tormenta.

También algún día os desvelaré la música que me inspira en estos momentos, con esta nueva generación de personajes que estoy deseando que conozcáis.

Entre tanto, aquí os dejo este viaje a mis emociones, recordad que los siguientes textos contienen spoilers.

No os perdáis la última canción, nunca imaginaríais que detrás de esa escena habría una música semejante. 😉

¡Espero que lo disfrutéis! Salud a los Altos.

SIGFRED Y AILSA SE ENFRENTAN EN EL PALACIO DE HIELO

 El acero al entrechocar creaba un extraño eco en las altas paredes del salón del Palacio de Hielo, al que tanto Sigfred como Ailsa se habían acostumbrado. El viento arreciaba afuera, en la llanura. La noche caía, pero sería muy breve. Tantas horas de luz sumían a los dos jóvenes Bäradlig en una frenética actividad, y en vez de conciliar el sueño se habían decidido por un duelo de cortesía, tanteando su habilidad con la espada.

Las hojas avanzaban y retrocedían sin descanso. Para Ailsa no era fácil moverse sin su falda de combate; su vestido era liviano pero se enredaba fácilmente entre sus piernas. Envidiaba las prendas de su primo: unos sencillos pantalones y un holgado jubón que facilitaba los movimientos. (…)

Le gustaba el estilo depurado de Sigfred. Correcto y limpio, sus estocadas eran inteligentes. Medía su ímpetu en vez de atacar brutalmente, como solía hacer su padre. Observaba, se adelantaba a sus intenciones. No en vano, era el Primero de los Jinetes Arthal, pero ella también era una digna rival, la Señora de los Kranyal, lo cual los convertía en contrincantes igualados.(…)

—Estoy segura de que puedes hacerlo mejor, capitán. No temas hacerme daño, quiero que luches sin concesiones.

—¿Quieres un verdadero combate?

Su primo se arrojó sobre ella de una forma impulsiva y Ailsa esquivó por muy poco el filo dirigido a su cuello. (…) Sigfred se esforzaba por romper la guardia, sus ojos eran apenas una rendija y el pelo negro caía empapado sobre su frente. Los músculos de sus brazos estaban en tensión. Ailsa no podía hacer más que parar y desviar cada arremetida. Tuvo que reconocer que la estaba poniendo en serias dificultades y, por primera vez, se asustó.

¿Hasta dónde quiere llegar?

Inesperadamente, él levantó la mirada y sus ojos se encontraron. Ailsa sintió que su corazón le daba un vuelco y Sigfred aprovechó ese instante para descargar un golpe ascendente que la pilló por sorpresa, rasgando su manga y desnudando su hombro. Retrocedió con un grito. No había soltado a Thyrkaya, pero un hilo de sangre corría por su brazo, un corte poco profundo que le dolió más en su orgullo.

Ese golpe traicionero no es digno de él, pensó, indignada.

Sigfred se retiró unos pasos, concediéndole una tregua. Sin dejar de vigilarla, clavó su espada en el suelo helado y se desprendió de su jubón. Su pecho, bronceado y curtido por muchos años de entrenamiento, subía y bajaba agitadamente, como el suyo propio.

Bien, por Tyr, aceptó Ailsa, mirándole con ojos nuevos. Pongamos toda la carne en el asador.

Se lamió la sangre del brazo y se recogió la falda a ambos lados de la cadera. (..) Notó que la visión de sus muslos atraía la atención de su primo; su forma de mirarla la turbó intensamente. La herida del brazo le escocía, pero en su pecho había una desazón mayor.

—Estoy preparada —le anunció, respirando profundamente—. Primo, has demostrado estar a la altura de las circunstancias, pero no volverás a sorprenderme. ¡Se acabó la cortesía!

Abandonando su actitud defensiva, Ailsa gritó el nombre del dios de la guerra y cargó contra él. Estocada tras estocada, recuperó la iniciativa.

(…) Le hizo retroceder hasta un grupo de cristales de hielo que, como una gigantesca empalizada, emergía al pie del muro. La espalda desnuda del guerrero se topó con uno de los prismas y Ailsa no esperó más: con un hábil giro de muñeca, sutil y preciso, le arrancó la espada de las manos, dejándole desarmado.

El acero resbaló lejos por el suelo y Ailsa dirigió la punta de Thyrkaya al pecho jadeante. (…)

—La lucha ha terminado, capitán —logró decir con la voz entrecortada por el esfuerzo—. Pero tengo que reconocer tu mérito.

Sigfred no la miraba, sus ojos aún estaban fijos en el arma que yacía tan lejos de él, inalcanzable. Se le notaba exhausto, desesperado; quizá urdía alguna treta, pero ella no le permitiría escapar. Contuvo la respiración y se secó el rostro.

—Te equivocas, prima. La lucha nunca termina para nosotros.

Había en su mirada una intensidad desconocida para ella. Sin tener en cuenta la hoja que se clavaba en su carne desnuda, acortó la distancia entre los dos.

—¿Qué haces? ¡Detente!

Ignorando la advertencia, él se acercó aún más. La sangre descendió por los músculos de su vientre pero no se detuvo. Ailsa percibió el olor de la tensión emanando de cada poro de su piel, algo estaba a punto de desatarse dentro de él. De pronto, Sigfred atrapó la mano que empuñaba la espada.

—Acabemos con este juego, ahora —le rogó.

La hoja azulada de Thyrkaya tembló. Ailsa estuvo a punto de soltar la espada cuando los dedos que la apresaban se introdujeron entre los suyos. El ritmo de su corazón se había vuelto frenético.

—¿De qué estás hablando? —susurró.

—Sabes bien de lo que estoy hablando —contestó él sin apartar la mirada.

—No… —suplicó ella—. Sigfred, tú nunca has sido así. Tú siempre…

—¡Basta! —la interrumpió.

Le arrebató la espada y la arrojó lejos, junto a la suya. Ambos desarmados, la corpulencia de su primo se hizo aún más notable.

Asustada de sus propios sentimientos, Ailsa dio un paso hacia atrás, pero él la atrapó antes de que se marchara y la empujó hasta la pared helada, aprisionándola por la espalda entre los prismas y su cuerpo, sin darle opción a escapar. Ailsa se sintió incapaz de hacerlo. Su pecho se movía al mismo ritmo que la respiración de él. Apoyó su frente en el hielo. Se sentía confundida. Había tratado de negarlo tantas veces… Pero le sorprendía esa repentina actitud.

—¿Por qué ahora, Sigfred? —exhaló.

—Porque no puedo dejarlo pasar más —le contestó él cerca de su oído, con una determinación que la desarmó.

AILSA Y SAGHAN DESCUBREN QUE SE HA ROTO SU VÍNCULO

Ailsa abrió los ojos y se encontró perdida. Todo a su alrededor era una suave atmósfera de luz, no podía ver nada más.

¿Qué ha pasado?

Su primera sensación fue de plenitud. Se sentía aliviada, libre de espíritu, como si acabara de despertar de un mal sueño. Podía respirar la vida a su alrededor. Algo había allí que la hacía sentirse así. Venía de aquel resplandor que acariciaba su piel. Tenía la impresión de haber estado oprimida durante mucho tiempo, encerrada en un pozo. Una mano la había conducido hasta la luz del día. Y descubrió que en verdad una mano tomaba la suya. Alzó la vista y se cruzó con una mirada pálida, cristalina como la suya. Una cicatriz cruzaba uno de sus ojos. Fue entonces cuando supo que él era la fuente de vida que la llenaba.

—Saghan —susurró y se arrastró hasta sus brazos, incapaz de creerlo.

Él la estrechó con fuerza y en aquel momento se sintió tan querida, tan cerca de él, que una descarga de recuerdos suyos invadió su mente. Vio otro mundo más etéreo, una seducción entre sedas, el olor de flores, la tentación, la lujuria, rostros femeninos de belleza irreal. Él había sucumbido. Una casual intervención. Eso fue lo único que le apartó del placer carnal. Sintió una aguda punzada de celos. ¿Era ella digna de albergar el más mínimo reproche? Los recuerdos de su cautiverio la golpearon con una violencia descarnada. No podía evitar sentirse atraída por su primo, le amó hasta las últimas consecuencias. ¿Le salvaba eso de la culpa o, por el contrario, le hacía más culpable que él?

La luz desapareció, dejándola desnuda y helada a pesar de las ropas que cubrían su cuerpo. El viento la azotaba con crueldad en unas montañas que no conocía, bajo un cielo ceniciento. Más allá, dos jinetes mantenían la distancia. Todo a su alrededor le era ajeno, pero nada le resultaba más distante que Saghan. Ya no era el que recordaba. Su pelo caía largo y descuidado sobre sus hombros y su rostro había adquirido madurez. Parecía mirarla desde un lugar muy lejano. Nada había cambiado tanto como eso. Se sentía frente a un extraño.

No era necesario que Saghan dijera nada. Él tampoco había encontrado lo que esperaba. Ailsa no pudo soportarlo y desvió los ojos. Un abismo se había abierto entre los dos.

Le invadió la vergüenza y el dolor… Y no quería doblegarse a esas emociones, porque ella nunca tuvo intención de traicionar. Había luchado contra sus sentimientos, los Altos sabían cuánto lo había intentado. Culpable y víctima a un mismo tiempo. Tal vez ninguno de los dos era culpable en absoluto. Quizá significaba que el sentimiento que una vez existió había sido fruto de la convivencia forzada, de un compromiso aceptado.

Ailsa fue consciente de que aún sostenía la mano de Saghan. La soltó con un profundo pesar. Aquel contacto, que hacía tan sólo un instante había sido sublime, se había convertido en algo hueco, incómodo.

Lo siento. Lo siento tanto.

Un relincho la apartó de sus pensamientos. Reyk estaba allí, tras ella, y a sus pies yacía Sigfred, herido por una flecha.

Ailsa se apresuró a atender a su primo y contuvo una exclamación.

—No es nada —le dijo él, conteniendo un gesto de dolor; algo nublaba sus ojos, una herida más profunda que la que le estaba desangrando.

—Ailsa —clamó una voz tras ella.

Esa forma de pronunciar su nombre le encogió el corazón y le devolvió los recuerdos de Karajard: los días frente al lago, noches compartiendo nuevos sentimientos… Evocaba todas esas cosas y muchas más. Pero su tono no era el de una llamada. Era de alarma.

Saghan la llamaba. Se encontraba de rodillas sobre el musgo. Algo parecía haberle ocurrido, algo espantoso. Se puso en pie y el viento agitó violentamente sus sagradas vestiduras. Bajo sus cabellos revueltos, su rostro ocultaba una expresión indescifrable.

¿Qué ocurre?

Entonces recordó que había sido capaz de conocer sus pensamientos con sólo quererlo. Se llevó una mano al pecho, espantada.

No está.

Por un instante creyó que iba a alcanzarlo, pero en el último instante lo perdió, como si hubiera saltado a otro mundo, a una distancia infinita del suyo. Únicamente quedaba un gran vacío; un vacío absoluto. El vacío que su vínculo había dejado al no regresar.

COMBATE FINAL ENTRE NORDKINN Y AILSA

Únete a mí —le pidió ella, y aferró con desesperación su espada.

La hoja azul de Thyrkaya resplandeció y su fulgor hirió los ojos de hielo de Nordkinn. Ailsa apretó los dientes y un vendaval de esquirlas de hielo se levantó entre los cascos de Reyk. Su capa roja flameó orgullosa, agitada por el viento que los Hijos de la Nieve y la Tormenta habían llamado a su presencia. Volvía a ser dueña de sí misma.

—Juro por mi sangre que pagarás todo el daño que has hecho —le advirtió al dios del Norte con voz alta y firme.

Sus ojos, puestos en su enemigo, poseían una serenidad temible.

Acompañando su advertencia, el suelo comenzó a temblar y algunos prismas cristalinos se derrumbaron sobre el hielo, salpicando esquirlas. Esta vez no era el dios del Norte quien convocaba a los elementos, haciendo vibrar cada ventanal, cada balcón, con el aire que de pronto se filtraba hacia dentro con violencia. (…)

Otro estruendo conmovió los cimientos del palacio y Saghan contempló, no sin aprensión, a Nordkinn. Su larga y pesada capa ondeó azotada por el torbellino que había invadido el enorme salón. Alzó los brazos y la cúpula estalló en mil pedazos. Ailsa esquivó los fragmentos que caían sobre ellos; uno se estrelló muy cerca de Saghan. La inmensa sala había quedado abierta a un mar de nubes que se concentraba sobre sus cabezas, dando forma a una terrible manifestación de su poder. Aunque no podían verlo, en puntos distantes de la isla el suelo helado se había quebrado con violencia, abriendo paso a hirvientes columnas de agua sulfurosa.

—¿Invocáis a las fuerzas del norte? Tengo curiosidad por saber hasta dónde llegan vuestros torpes intentos por manejar impulsos que nunca debisteis despertar.

—No te daré ese placer —susurró Ailsa—. Prepárate, esposo mío.

Sin advertirlo, el cuerpo de Saghan se tensó como una cuerda. Ailsa espoleó enérgicamente los flancos de Reyk y se lanzó al galope.

¡Ahora!

Comprendiendo que había llegado el momento, Saghan se fundió con toda intensidad al Nifflheim y experimentó el familiar cosquilleo de su vínculo con Ailsa, acoplando sus flujos vitales a los de ella en los niveles más íntimos. Sus músculos vibraban de energía, la sangre hervía en sus venas. Recordó una a una todas las mañanas de entrenamiento bajo el frío glaciar de las montañas, revivió el instante en que Thyrkaya quebró la espada de Sigfred. Ahora, como aquel día, eran uno al sostener la espada rúnica, la única capaz de segar una vida inmortal. Los dos poseían la fuerza necesaria para matar a un dios. Tenían que hacerlo, como uno solo.

Los poderosos cascos del caballo de guerra retumbaron en la extensa sala y sus protecciones tintinearon. Ailsa vio la sorpresa en los ojos de Nordkinn y sintió que tenían una posibilidad de vencer. Tal y como había hecho cientos de veces con su padre en Karajard, se inclinó a un lado de la grupa y describió un preciso arco descendente con su acero azul. Incandescente como una estrella, Thyrkaya silbó en el aire.

—¡No!

Demasiado tarde, una sensación de peligro inminente asaltó a Saghan. Ailsa tiró de las riendas, pero una brutal embestida la arrancó de la silla y la envió lejos por el suelo helado.

Cualquier otro guerrero se habría partido el cuello en la caída, sin embargo Ailsa rodó sobre sí misma y se incorporó sin soltar la empuñadura, dejando un rastro de escarcha tras ella. La armadura había amortiguado buena parte del golpe y su agilidad era la de un felino, gracias a los dones djendel. Notaba el sabor de la sangre en su boca, tan sólo se había magullado el labio. Atónita, se preguntó qué sería capaz de derribar al mítico caballo de guerra.

—Eitranan —exhaló.

El duelo era digno de una leyenda: las dos bestias procedían del mismo mundo y ninguna estaba dispuesta a ceder en aquella lucha a muerte. Con sus poderosas mandíbulas, el enorme lobo blanco había atrapado el robusto cuello de Reyk, que trataba de incorporarse y lanzaba coces y mordiscos. Por suerte, los colmillos del lobo se habían topado con el resistente acero de las forjas dasarin. Relinchos, bufidos y gruñidos se entremezclaban en un épico enfrentamiento.

Complacido, Nordkinn contempló la salvaje contienda.

Recuperando las fuerzas, Ailsa se irguió y arrancó a Thyrkaya del hielo, acariciando los signos que brillaban grabados en su superficie. Se estremeció al notar los ojos de Nordkinn puestos en ella.

—Mi dulce guerrera, en mis venas llevo la sangre del Señor de las Batallas al que tantas veces invocáis —le advirtió con el semblante tenebroso—. ¿Aún deseáis intentarlo?

Ailsa se limpió el labio herido, y se miró la mancha roja entre sus dedos.

—Si lo que decís es cierto, yo también llevo esa sangre —dijo, mirándole sin temor.

—Sea —le concedió el dios—. Combatamos como iguales.

(…)

Con gesto doliente, como si se tratara de conceder un capricho a un niño, Nordkinn extendió su mano y modeló una espada en el más puro hielo, elegante y fuerte, y la empuñó con la soltura de un maestro de armas.

Ambos contrincantes se evaluaron mutuamente antes de comenzar. Nordkinn se movió en torno a ella, tanteándola, y Ailsa se lanzó hacia delante con su resplandeciente filo. El dios no hizo ademán de moverse y desvió a Thyrkaya con una hábil estocada. Ailsa lo intentó nuevamente por el costado, empleando fintas y ataques cortos, y fue repelida tres veces con la misma insultante facilidad.

—Mostradme que sois digna de la herencia que os he brindado —le susurró Nordkinn, como si se batiera con un principiante—. Haceos merecedora de ella.

Trataba de enfurecerla, Ailsa era consciente de ello, pero conservó la templanza y puso lo mejor de ella en cada estocada. Él la recibió con curiosidad, frustrando cada uno de sus intentos sin apenas dar un paso. No había soberbia en el dios del Norte, se sabía superior y se limitaba a desviar sus tentativas con una cauta diversión.

Ailsa ahogó un grito de frustración. Nordkinn la hacía sentir como una niña con una espada de madera.

—¿Osabais enfrentaros a un hijo de Wotan y soñabais con vencer, tal vez? —se burló el dios—. Conozco vuestras patéticas intenciones. Contemplad, mi bella guerrera, cuán fácilmente se quiebran bajo mi mano.

Una precisa estocada bastó para apartarla de su camino, arrojándola lejos, por el suelo.

Entonces Nordkinn se volvió hacia Saghan y, tomándole por sorpresa, hundió en él su filo diamantino hasta la empuñadura.

 

 

 

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